La ronda de jefes de Estado, el 30 de noviembre, y el encuentro de centenares de alcaldes, el 4 de diciembre, se convirtieron finalmente en concursos de elocuencia a la antigua, sobre el tema impuesto de la defensa del clima y el futuro de la humanidad –verdaderos talk shows- mientras que los negociadores se dedicaban a liberar el texto del acuerdo de sus miles de corchetes.

¿Habrá un acuerdo?, fingimos preguntarnos. ¡Por supuesto que lo habrá! Hasta en la Conferencia de Río+20, donde nadie estaba de acuerdo sobre nada, la presidencia brasilera desenvainó hacia el final un proyecto de texto aprobado por aclamación: no comprometía demasiado a nadie y los aviones de regreso ya estaban esperando.

La única pregunta realmente válida es la de saber si dicho acuerdo nos pone o no sobre el camino de un compromiso de los Estados que lleve a mantener el aumento de las temperaturas por debajo de 1,5 o 2°C máximo y que permita poner a disposición medios de financiamiento sustanciales y nuevos para ayudar a los países más pobres y más vulnerables a adoptar un modo de desarrollo sostenible y adaptarse a los efectos de un calentamiento que ya es inevitable. En ese punto, las cuentas no cierran todavía. ¿Qué será necesario para que lo hagan?

En primer lugar una responsabilidad clara –incluso en lo jurídico- de los principales actores políticos y económicos en relación al impacto de sus decisiones o de sus indecisiones. Ya he mencionado los términos de esa responsabilidad en mis escritos anteriores: a corto plazo, introducir en el acuerdo las reglas de responsabilidad de los Estados y de las empresas transnacionales; luego, sobre la adopción de una Declaración Universal de las Responsabilidades Humanas, fundar con celeridad un derecho internacional de la responsabilidad acorde a nuestras interdependencias.

Esta concepción ampliada de la responsabilidad obliga a los Estados a asumir las consecuencias de sus actos, prevenir los daños y gestionar la biosfera como un bien común de la humanidad. De allí se derivan dos consecuencias.

La primera consiste en fijar de aquí en más las emisiones globales de gases de efecto invernadero para las próximas décadas, con un decrecimiento regular que nos lleve a la neutralidad carbono para finales de este siglo, pues ésa es la condición sine qua non para mantener el aumento de las temperaturas conforme a los compromisos tomados en común.

He demostrado (ver las propuestas hechas al Presidente de la Comisión Europea) que la regla más simple y más justa era fijar, a partir de esas emisiones globales, una cuota de emisiones por habitante igual para todos, lo que lleva a definir cuotas territoriales libremente vendidas y compradas, incluyendo la “energía gris” utilizada para producir los bienes y servicios que importamos (en Europa, un tercio de la energía fósil consumida).

Este principio es muy superior al de un precio de carbono que pretende ser un “precio de referencia” destinado a hacer evolucionar los comportamientos, pero que pesa más sobre los pobres que sobre los ricos. Las cuotas constituyen una “moneda energía” que permite separar por fin el desarrollo humano del consumo de energía fósil, cosa que no hemos podido hacer a más de veinte años de la cumbre de la tierra de Río.

La segunda consecuencia es que las ayudas a los países pobres deberían lógicamente ser financiadas por un impuesto mundial sobre la extracción de energía fósil, impuesto modulado en función de los volúmenes de ayuda necesarios. Se trata de un impuesto mundial fácil de evaluar y de percibir, puesto que la extracción de energía fósil está concentrada.

Estas tres ideas, la responsabilidad, las cuotas territoriales y su consecuencia la “moneda energía”, el impuesto mundial en origen, están vinculadas entre sí y se trata de ideas de sentido común. Pero la lógica de las relaciones internacionales, los dogmas de la política –el derecho a la soberanía de los Estados; los recursos del subsuelo que pertenecen exclusivamente a los Estados- y la economía – la fe ciega en los mecanismos del mercado; una visión desactualizada de la moneda- hacen que no aparezcan nunca en la agenda planteada por la ONU y los diplomáticos para las negociaciones sobre el clima. Como recurso de última instancia entonces, le toca al jefe de Estado del país anfitrión poner sobre la mesa estas nuevas perspectivas. Tal es el objeto del texto que se le ha propuesto y que encontrarán en adjunto.

Por supuesto que no cambiará con un pase mágico los resultados de la COP21 ni invertirá por completo el curso de las negociaciones. Sin embargo, al poner de manifiesto la inadecuación de las bases y los modos actuales de negociación en relación a la urgencia de la situación, al enfocar desde una nueva perspectiva la responsabilidad de los actores políticos y económicos con respecto a nuestro frágil y único planeta, podría al menos iniciar una transformación radical de la gobernanza mundial.