¡Salvemos Europa!
Par Pierre Calame le Lundi 21 mars 2016, 15:19 - Lien permanent
¡Stop! El riesgo de desmoronamiento de Europa no es un problema para Europa, es un problema para el mundo entero. Significaría que el único intento histórico que se ha hecho para pasar pacíficamente de las soberanías solitarias a las soberanías solidarias, retomando la frase de la jurista Mireille Delmas Marty, acabó en un fracaso.
En los dibujos animados de Tex Avery, un hombrecito corre como un desesperado, llega a un precipicio, sigue corriendo en el aire, se percata de que no hay nada debajo suyo y cae súbitamente. Ésa es la imagen que tengo hoy por hoy de la Unión Europea. Las instituciones europeas siguen agitándose, los jefes de Estado multiplican las cumbres de la última oportunidad, Mario Draghi busca una política monetaria capaz de sacar a Europa de la recesión, los movimientos y think-tanks pro-europeos siguen armando sus grupos de trabajo, pero todo parece estar apoyado en el aire y las opiniones públicas se alejan cada día un poco más de la Des-Unión Europea.
Tomemos el Parlamento Europeo. Suele oírse decir que gira a cámara lenta, pues no tiene granos para moler. Aprovechando que Jean Claude Juncker ha puesto coto al desenfreno reglamentario de sus tropas, ¿no sería éste el momento para que el Parlamento se auto-apoderara del futuro del proyecto europeo? Y mala suerte si para ello tiene que desviarse un poco de los tratados: “estamos aquí por la voluntad del pueblo y no saldremos de...”, ya sabemos cómo sigue.
El Comité de las Regiones, el Comité Económico y Social Europeo podrían, por su parte, salir de sus roles de consejeros que brindan opiniones, cruzar la calle y unirse a los diputados, constituyéndose en fuerza de propuesta: una Asamblea Europea de sus cuerpos representativos reunidos que decide que “cuando es demasiado, es demasiado”, y que ha llegado la hora de que los europeos se hagan cargo de sus asuntos. No sería nada tonto, ¿verdad?
La Unión Europea está pagando con creces su encierro en sus propios procedimientos y los jefes de Estado europeos están pagando a su vez por su egoísmo de corto alcance y su miedo a perder lo que les queda de poder aparente, que fue lo que los condujo a renunciar al método comunitario que preconizaba Jean Monnet para sustituirlo por pálidas negociaciones intergubernamentales.
En el escenario del cambio climático, tema transnacional por excelencia, hemos visto a Fabius en todas las gacetas...pero ¿quién conoce el nombre de la negociadora por la Unión Europea? Nadie. Cuando, con un entusiasmo un poquitín forzado, se celebró al final de la COP21 el acuerdo de París, en el estrado sólo vimos a la ONU y al gobierno francés. No obstante ello, sólo las audaces propuestas europeas podrían haber sacado a la negociación climática del impasse.
Para negociar el expediente de los migrantes y refugiados, Merkel es omnipresente y tiene que venir a darle un beso a pedido a Hollande para que podamos ver que la Unión tiene una pareja de padres. Para dialogar con Cameron, es el presidente del Consejo Europeo, emanación de los jefes de Estado quien, sin capacidad jurídica para hacerlo, va a defender las exenciones que puedan convencer a los británicos de la conveniencia de permanecer en la Unión. Jean Monnet debe revolcarse en su tumba.
Los medios de comunicación se deleitan con las fracturas, que ya van a ser tan numerosas como los Estados miembro, entre el norte y el sur de Europa, el Oeste y el Este, los “pasajeros clandestinos” con su fraude fiscal y aquéllos que ven sus ingresos fiscales padecer el accionar de los primeros, los que quieren recibir migrantes y los que se aterran por la subida del Islam, los federalistas y los soberanistas, los partidarios de una integración política y económica y los que sólo quieren ver a Europa como un amplio mercado unificado, el Euroland y los demás...
Todas esas fracturas hacen olvidar la ambición de quienes quisieron convertir a Europa en la superación laboriosa, a tientas pero fecunda, de las divisiones y resentimientos nacidos de la larga historia, de las soberanías solitarias y sombrías que nos valieron dos guerras mundiales. Ya no nos cuentan ahora esa larga historia, sino una serie americana en episodios diarios. Y miremos, incluso, la historia de las veleidades independentistas de Escocia o Cataluña. Ahí se ponen en guardia todos los jefes de Estado: “¡si abandonan el regazo de la madre Patria, no es seguro que les admitamos dentro de la familia europea!” Pero qué buena broma para un conjunto europeo que siempre quiso afirmar la doble riqueza de su unidad y su diversidad. ¿O acaso se anduvieron con remilgos para alentar la separación de Yugoslavia y apresurarse a admitir a Eslovenia?¿y la separación de Checoslovaquia no se hizo de manera pacífica gracias a su integración a la Unión? Pero de pronto cada jefe de Estado piensa en las veleidades separatistas de tal o cual de sus regiones y saca a relucir el viejo cantito de la nación unida e indivisible, poniéndose más y más solemne cuanto más diversa y reciente sea la nación, o su construcción haya sido artificial.
¡Stop! El riesgo de desmoronamiento de Europa no es un problema para Europa, es un problema para el mundo entero. Significaría que el único intento histórico que se ha hecho para pasar pacíficamente de las soberanías solitarias a las soberanías solidarias, retomando la frase de la jurista Mireille Delmas Marty, acabó en un fracaso.
¿Qué hacer entonces? Frente al aturdidor silencio de nuestros gobernantes y la inercia de los dirigentes franceses, que tienen sin embargo la responsabilidad histórica primera de encaminar de nuevo a Europa sobre sus rieles - pues es gracias a los dirigentes franceses de la posguerra, tendiendo la mano a la Alemania vencida, que Europa empezó a pasar del sueño a la realidad-, me atrevo a lanzar algunas propuestas concretas (ref. Europa epopeya).
Están desfasadas en relación a los temas candentes del año, los migrantes, el referéndum inglés, el terrorismo, la situación económica, la crisis de la deuda, etc. Y por algo es: ninguna de esas cuestiones encontrará respuesta en el marco del actual funcionamiento de Europa.
En primer lugar, aceptemos que hay una Europa con dos círculos: los países que quieren avanzar y convertirse en una comunidad de destino y los demás, que sólo aspiran a un espacio de co-prosperidad material. Y admitamos, sin falsos pretextos, que ningún país entró obligado a la Unión Europea y que ninguno debe ser retenido a la fuerza o a costa de concesiones insensatas.
No podemos, al mismo tiempo, constatar que la Unión Europea creció demasiado rápido, que sus instituciones no se adaptaron a una cantidad tan grande de miembros y decir que es un drama que un país, por más importante que éste sea, la abandone, aun cuando su partida pueda arrastrar algunas otras. La regla “un Estado miembro, un puesto de Comisario” sería así un poco menos absurda...
Y si el primer círculo se redujera a los seis países fundadores, ¿Europa perdería su razón de ser? ¡Por supuesto que no! El drama de Europa, a la medida de su nivel de atractivo para sus vecinos, como lo vemos actualmente también con los refugiados, no es el de dejar de crecer sino, por el contrario, el de haber crecido demasiado rápido.
Luego, constatemos que la construcción europea a través de la creación de un mercado único nunca fue un objetivo en sí mismo. El único objetivo de la construcción europea era el de instaurar una paz duradera en un continente que estuvo al borde de suicidarse con dos guerras mundiales. La construcción a través de la economía nunca fue más que el “plan B”, adoptado tras el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa (CED) en 1954. Pero dicho “plan B”, aunque haya servido durante muchos años para construir una Europa cada vez más integrada, ahora se vuelve en contra de la misma Europa, convirtiéndose en el simple estribo de la mundialización liberal regulada.
Paradoja reforzada por la creación del euro: Europa, sin dirección política en común, tiene un mercado mucho más unificado que el mercado norteamericano. En toda ocasión, se saca a colación que esta unificación es una de las claves del crecimiento europeo. Este tipo de argumento ha perdido ya toda credibilidad desde la crisis financiera. Resultado: Bruselas se ha transformado en el campo cerrado de los lobbies económicos y financieros y, lo que es aún más grave, la construcción europea se vio genéticamente marcada por directivas de lo más quisquillosas que hicieron perder toda legitimidad a la gobernanza europea, tirando así por la borda los enormes avances que se habían hecho en otros ámbitos.
¿Cómo asombrarse entonces, en esas condiciones, de que los recién llegados a la Unión no hayan visto en ella más que un espacio económico? Más grave todavía: esta construcción ha sido hecha por los Estados más que por los pueblos. Nos hemos olvidado de que lo esencial de la gobernanza no era administrar una comunidad instituida sino... ayudar a que se instituyera una comunidad.
No es de un día para el otro ni por la simple virtud de la integración económica que unos pueblos, que la historia ha enfrentado más de una vez, van a descubrir su destino en común, compartir sus valores y una visión de conjunto del porvenir y de su lugar en el mundo, sentirse responsables y solidarios unos con otros, lo que caracteriza a toda comunidad.
La construcción europea se ha salteado un escalón, pero un escalón esencial: el de una Asamblea Instituyente que permitiera aclarar la manera en la que queremos estar, juntos, en el mundo. La Convención Europea que desembocó en el tratado de Lisboa podría haber sido una excelente ocasión. Ocasión perdida.
En la era de internet, una Asamblea Instituyente de esa índole debería pasar por un vasto proceso ciudadano, desde los Estados Generales de Europa hasta una verdadera Asamblea Europea de Ciudadanos. Y ése es el proceso que hay que lanzar hoy urgentemente.
¿De qué manera? Una iniciativa franco-alemana en los más altos niveles daría sin duda el aliento político necesario para realizarlo. Y, en ese sentido, un llamamiento desde el Parlamento Europeo no vendría mal tampoco. Pero si queremos romper el círculo vicioso -típico de las elecciones europeas, en donde se habla de Europa pero se piensa en realidad en reubicar a los políticos que han sido desplazados del escenario político nacional- hay que saltear el nivel nacional y generar un debate a dos niveles: a nivel regional y a nivel europeo. En escala reducida, he experimentado este método a dos niveles con el panel europeo sobre el futuro del espacio rural. El Comité de Regiones Europeas podría lanzar el proceso mañana mismo si decidiera hacerlo. ¿Se atreven?
También hay que moverse en otro plano, que es el de la gobernanza. La Unión, todo el mundo concuerda en esto, ha sufrido mucho de las medidas tomadas a medias: firmamos Schengen pero sin administrar juntos las fronteras de la Unión y sin construir una Europa de la información, hacemos el euro pero sin política fiscal y económica de conjunto, etc. Hay que consentir entonces nuevas mutualizaciones de soberanía -prefiero esta idea a la de “transferencia”, demasiado mecanicista. Pero el viento sopla más bien en sentido contrario, hacia las renacionalizaciones.
Sólo lograremos esas nuevas mutualizaciones si, al mismo tiempo, algunas competencias económicas son repatriadas a nivel nacional o infranacional. ¡Qué oportuno... es exactamente lo que hay que hacer!
Tomo el ejemplo del desarrollo de las monedas regionales. En un contexto económico y social donde coexisten brazos desocupados y necesidades insatisfechas, tenemos que revitalizar los intercambios locales. No sólo creando circuitos cortos para los productos agrícolas, sino también para muchos otros bienes y servicios, para dar fuerza a la idea de “economía circular” que la Comisión predica en el vacío, dado que su obsesión por la libre competencia va en sentido contrario.
Por supuesto que hay que conservar el euro, pero el error de razonamiento es convertirlo en la única moneda, lo que genera un velo monetario que opaca los distintos niveles de intercambio.
Reconociendo la organización multi-niveles de los intercambios, lograríamos mucho más que eso. Comenzaríamos a unificar Europa en torno al principio de gobernanza en multi-niveles. Tomaríamos por fin en serio la idea de que toda la riqueza humana de Europa resulta del enriquecimiento mutuo de la unidad y de la diversidad. Ahora bien, ni el pensamiento soberanista, para el cual lo importante es la pseudo “unidad nacional”, ni el pensamiento federalista, que en nombre de una necesidad superior transfiere “hacia lo alto” las competencias a ejercer en común, responden a la exigencia fundamental de la gobernanza: más diversidad y más unidad al mismo tiempo.
Tal como se diría para un medicamento, el “principio activo” de la gobernanza multi-niveles es la subsidiariedad activa. La unidad queda garantizada por el respeto de principios directores comunes y no por el recurso a recetas uniformes. Y esos principios comunes son puestos en evidencia por el intercambio de experiencias entre las partes involucradas: es el descubrimiento, juntos, de las condiciones para que funcione. Y ese trabajo conjunto es el que, al mismo tiempo, une al grupo en una comunidad que aprende y que hace de esos principios directores no ya una “directiva” que cae del cielo de Bruselas, sino el fruto de una experiencia humana compartida.
Lo que encuentro asombroso al frecuentar los ámbitos de Bruselas es que las intuiciones están allí con el Método Abierto de Coordinación (MOC). Dicho método propone hábitos de trabajo en común, de confrontación de las experiencias. Es cierto que ha sido pervertido por desviaciones tecnocráticas y de management, y las oficinas de la Comisión lo perciben a veces como una degradación de su poder, del derecho duro al derecho blando, de la directiva a la recomendación. Pero volviéndolo a su esencia misma, si se lo apropian todas las fuerzas sociales, despojado de la errada tendencia a los objetivos en cifras, ¡en qué magnífico espacio de construcción de una comunidad humana podría convertirse!
Y además, tercera perspectiva que me parece sumamente interesante, volver a dar un sentido en común a Europa, convirtiéndola en el alma de la transición hacia sociedades sustentables (ref. carta a Juncker). Europa inventó la modernidad y la revolución industrial. Proyectó a la humanidad a la era antropocena. Tiene los recursos espirituales e intelectuales para responder a los desafíos que ella misma engendró, lo que Philippe de Woote llamaba “Prometeo desenfrenado”.
Allí es donde intervienen las propuestas hechas en relación al cambio climático: la adopción de una Carta Europea de las Responsabilidades Humanas -término que prefiero al de Carta de los Derechos y los Deberes de la Humanidad- ; el establecimiento de cupos territoriales negociables y la creación, que de allí se deriva, de una moneda energía; una retención en la fuente sobre la energía fósil; una reorientación de los tratados internacionales de comercio al servicio del desarrollo de cadenas de producción y de consumo sustentables.