En los trabajos prospectivos presentados en el libro 2100, Récit du prochain siècle (2100, Relato del próximo siglo) (1990), Thierry Gaudin presiente el surgimiento de una era de “salvajes urbanos”, enfrentados a una sociedad incapaz de proponerles sentido e inserción social. De esa era sólo podríamos salir mediante un enorme esfuerzo mundial de educación. Y parece que hemos llegado. Resulta difícil no establecer nuevamente un paralelo entre el salvajismo de las masacres del 13 de noviembre en París y la negociación sobre el clima.

Creo que por primera vez tendrá lugar oficial dentro de la COP21 un encuentro organizado por Ministros de Educación. Espero que se trate de un preludio al reconocimiento de que, además de las innovaciones técnicas o las negociaciones intergubernamentales, el esfuerzo mundial para limitar el desequilibrio climático necesitará también de una reforma profunda y mundial de la educación, desde el jardín de infantes hasta la universidad.

Si bien el desequilibrio climático es actualmente la expresión más visible de la era antropocena -simbolizada hace veinte años por el agujero de la capa de ozono, precisamente allí donde no vivía ningún ser humano, sobre la Antártida-, no es sino uno de los aspectos de una crisis más general que afecta al conjunto de las relaciones: entre las personas, entre las sociedades, entre la humanidad y la biosfera.

Esta crisis no sólo cuestiona la gobernanza del mundo, la incapacidad política de los Estados para cooperar y manejar estas relaciones, sino que tiene su origen en nuestra representación del mundo y del lugar de las sociedades humanas dentro de la biosfera. Interpela por lo tanto nuestra capacidad para entender y asumir la complejidad, para pensar y para actuar desde el momento en que las relaciones entre los seres y entre las cosas se vuelven más importantes que cada uno de ellos considerado en forma aislada.

Es por eso que la educación se encuentra en primera línea. Tenemos una educación basada, muy a menudo, en la separación más que en la relación: en la separación entre pensar y actuar, entre los ámbitos del saber, entre los valores y las técnicas, entre conocimientos abstractos y conocimientos arraigados en experiencias vividas, entre el pasado, el presente y el futuro.

Reaccionar. Atreverse a refundar la educación desconstruyendo sus fundamentos implícitos, tan familiares que a menudo ni los percibimos, cuestionando las instituciones que los han encarnado. Partir de todas las experiencias que vienen floreciendo desde hace veinte años, bajo múltiples denominaciones y en distintas escalas, pero que siguen estando generalmente al margen del sistema escolar y universitario, para proponer que ocupen, por el contrario, una posición central, renovando al pasar la pedagogía del conocimiento y del compromiso, sin separar el saber, el saber ser y el saber hacer. Tal es el desafío de esta primera reunión de ministros.

Con un pequeño grupo de personas he participado del lanzamiento de un llamado en este sentido hace más de un año. La reunión ministerial que se prepara es una primera respuesta a nuestros deseos. Esto nos alentó a ir más lejos en las propuestas, con un Manifiesto.... que propone al mismo tiempo una perspectiva de conjunto y las primeras etapas de una estrategia de cambio. Pues sabemos muy bien que el camino será largo. Hace algunos años, cuando el gobierno francés le encargó a Edgar Morin que propusiera una reforma para el nivel secundario, su respuesta se cerraba con una pregunta: ¿quién formará a los formadores? Perfecto resumen de las dificultades a superar, del tiempo y de la constancia que se necesitarán para lograrlo.

El Manifiesto no se titula “por una educación para el desarrollo sostenible” o “respuesta educativa para el cambio climático” sino “por una educación para la ciudadanía planetaria”. En efecto, una reforma de esta amplitud no puede cortarse en rodajas, no puede limitarse a agregar un módulo, por más inteligente que éste fuera, a programas escolares que ya están sobrecargados. Educación para la ciudadanía planetaria, pues el aprendizaje de nuestras interdependencias múltiples y superpuestas, desde lo local hasta lo mundial, no tiene como único propósito formar para la comprensión abstracta de esas interdependencias sino también entablar el compromiso cooperativo, desde los proyectos de huertas en los jardines de infantes hasta la capacidad de cada uno de nosotros de asumir responsabilidades presentes y futuras en este mundo interdependiente.

Formación para la solidaridad. Formación para la corresponsabilidad. De estas nociones hemos retenido demasiado la dimensión moral, hasta sentirlas ya como una moralina. Pero eso es olvidar que su origen es jurídico. La solidaridad es el compromiso conjunto y solidario, la capacidad de responder cada uno por el otro y también es el lazo que hace que el edificio se mantenga en pie. La responsabilidad es la capacidad de responder por sus actos, de asumir su impacto sobre la comunidad. En ambos casos, la formación no es “yo y el mundo” sino “yo en el mundo”, lo que implica al pasar una relación diferente de las sociedades con la naturaleza, de la que formamos parte.

No es de extrañarse que hayamos hecho hincapié en los enfoques territoriales y en la necesidad de verdaderos pactos de corresponsabilidad entre las colectividades territoriales, las instituciones escolares y los alumnos mismos, aprovechando lo que las asociaciones de educación para el medioambiente ya han sabido desarrollar.

El territorio es, en primer lugar, el nivel de lo cotidiano que permite entender de la mejor manera la complejidad, los vínculos entre las personas y las cosas: pensamos mejor la complejidad con nuestros pies que con nuestras cabezas. También es el primer nivel de compromiso y de ese modo pasamos del medioambiente muy próximo de los niños en jardín de infantes al espacio mundializado de la edad adulta como si se tratara de esferas concéntricas de aprendizaje de la responsabilidad, a medida que el horizonte de los niños y de los jóvenes se va ampliando, desde el aula de clase hasta el mundo.

El encuentro internacional Ecocity que se realizó en Nantes en 2013 había mostrado asombrosas convergencias sobre la necesidad de anclar la formación al territorio, en todos los niveles, como antídoto a la yuxtaposición de conocimientos que se presumen como universales. Esto presupone una descentralización radical de la educación, no para que cada uno haga localmente lo que le venga en gana, sino para permitir que todo el sistema educativo se amarre a lo real. Una reforma de la educación no es solamente una reforma de los contenidos y los métodos sino también una reforma de la gobernanza misma de la institución escolar y universitaria, llamada a convertirse en un modelo de gobernanza multi-niveles.

En un escrito anterior he citado las palabras de la jurista Mireille Delmas Marty, que percibe en la cuestión climática una oportunidad única –¡que no hay que perder!- para iniciar una reforma de la gobernanza mundial. Descubrimos aquí que lo mismo ocurre para la educación.